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Relato: Anabel en el paraíso

Mujeres mayores, protagonistas de relatos y obras literarias.

Hace unos días, terminé de leer la novela de Rosa Montero, La carne. Fue un regalo de mi último cumpleaños que hacía tiempo que tenía ganas de leer. No me defraudó, llevar el sello Rosa Montero es una garantía, aunque reconozco que no es su novela más redonda. Lo que más me gustó de esta historia de Rosa, es que me sentí muy identificada con Soledad, su protagonista, por varios motivos (a pesar de algunas diferencias como la edad y el estatus social), y eso me hizo sonreír a menudo.

La Carne, Rosa Montero

Las dos somos mujeres independientes, con la misma «fobia» al compromiso pero «necesitamos» sentir que nos aman y que somos únicas. Nos gusta llamar la atención y pasar desapercibidas a la vez. Yo también temía morir «sola», aunque ese miedo ya lo he superado.

Describe las sensaciones y las emociones que puede vivir la mujer madura de hoy en día. En este caso, una mujer independiente, con una profesión que le gusta y le ha dado sus mejores momentos personales. La inseguridad que genera el cumplir años, la consciente y continua comparativa con mujeres exitosas mucho más jóvenes. Lo mucho que nos condiciona el vivir determinadas situaciones en nuestra infancia y adolescencia. Cuánto nos influye la relación con nuestros padres. No continuo para no desvelar nada.

Es una novela fresca, de lectura fácil, y que destaca también por la mención a diversos escritores «malditos», que hace que mantengas la atención hasta el final y vale la pena tener en cuenta.

Es probable que otros lectores de la historia hayan sacado conclusiones distintas, aun leyendo las mismas palabras, pero este es el sabor de boca que me deja a mí.

Os hablo de esta novela, porque además de que quiero recomendarla, ha hecho que saque del baúl de los recuerdos un mini relato que escribí hace unos 15 años: Anabel en el paraíso. La historia de una mujer que ya es abuela y viuda, y su derecho a satisfacerse sexualmente con quien mejor le plazca. Algo en común tiene con Soledad mi querida Anabel.

Os la presento sin corregir. Es un relato escrito cuando, ni por asomo, tenía intención de dedicarme a escribir «en serio». Me hace ilusión compartirla. Así que, por eso, el atrevimiento.

Es muy probable que aparezca en una antología de relatos que quiero preparar en cuanto finalice mi segunda novela, Deja que arda. Para entonces, ya la pondré bonita. Ahora solo quiero que te quedes con su esencia.

Un abrazo y sigue leyendo siempre, enamorado de la literatura.

Mujeres maduras al poder

Anabel en el paraíso

Anabel sube las escaleras despacio pero enérgicamente. Una mano apoyada en la barandilla, en la otra, la bolsa de la compra. El calor se traduce en una ligera humedad instalada en el nacimiento del frágil pecho y en su cuello. Está cansada, pero feliz. El día ha sido largo, ajetreado y piensa en ellos, esos niños, sus nietos, que acaparan casi todo su tiempo.

Pero ahora, por fin, tiene una hora. Una hora para prepararse y en una hora, abandonarse sin tiempo, sin cuerpo, sin mente, sin alma. 

Abandonarse para poder encontrarse de nuevo con su tiempo, su cuerpo, su mente, su alma.

Esa hora después su corazón late, pum-pum, pum-pum, con mucha fuerza. Un golpe de calor invade su cuerpo traduciéndose en una excitación nueva, convertida en rica humedad, que esta vez, cosquillea todos los rincones de su cuerpo. 

Abre los ojos, quiere ver el cuerpo moreno, la piel suave y brillante del muchacho, del intruso que bucea en sus entrañas, que con dulzura abre sus piernas y las sujeta con firmeza. Anabel observa ese pelo largo, negro, liso, suelto, moviéndose suave, pausado, notando la fuerza de las manos del muchacho sujetando sus caderas. Ríe tímida y gime, entrecortado su aliento. Por unos segundos aprieta con sus piernas la cara del guapazo y ya sin fuerzas, las aparta, las estira. Ahora no le pesan, casi ni las siente, levita su cuerpo en el ambiente.

El muchacho levanta su cabeza y observa sonriente el rostro de Anabel. Participa del placer y adelantando todo su robusto cuerpo con el impulso de sus brazos, encaja su miembro en el sexo caliente y gustoso de ella.

Y ella, en ese instante,  gira la cara y mira de reojo el estante donde la fotografía de Pedro, su marido, la observa solemne con una oscuridad acusadora. 

Pero vuelve a cerrar los ojos y abandona su mente. 

Desde que Pedro ha muerto Anabel ha aprendido a compartir la oscuridad de esa mirada con el placer oculto y latente que habita en el paraíso.

© Noelia Terrón Torres.

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