Balcones
«Era una tarde de no hacer. Nada era un término que a veces asustaba, cuando en lo simple siempre está lo exquisito. No hacer nada era hacer todo lo que quisieran, que bien podía ser esa nada que así habían pactado. Dos, tres días de encierro. Veinticuatro horas al día sin tiempo dentro de ellas, sin normas, lo que fluya, se habían dicho. La permanente presencia de lo habitual, de los problemas atemporales y vulgares les rompían los esquemas de unas vidas que añoraban caóticas, como cuando adolescentes. Los tejemanejes diarios les dejaban poco tiempo para vivir la ausencia y eso incluía verse. Verse para intimar lo que quisieran, lo que necesitaran sus cuerpos, sus búsquedas de placer acompañados, en simbiosis con el contexto físico que, en el caso de ese encuentro, era una habitación dividida en dos más pequeñas. Una hacía de comedor, otra de dormitorio que no era tal, sino un minúsculo estudio en el que él componía sus canciones y las de otros. Y en relación con sus emociones, que no estaban tan lejos de compartir, el contexto era tan libre como sus pensamientos. Desde la cama plegable del comedor podía verse el balcón, muestrario indiscreto del quehacer de los vecinos. Este daba a un patio interior que reunía varios edificios antiguos del eixample barcelonés. Paredes blancas amarillentas, agrietadas y viejas eran el soporte de balcones donde alguna maceta se dejaba morir junto a la ropa tendida, amontonada en los oxidados tendederos que daban color a la decadencia que hacía aún más bella la ciudad. Una pequeña Nápoles escondida en la perfección arquitectónica que vestía, de cara a la galería, las tripas de ese lugar.
Sabían que esos momentos debían sorberlos de a poco, de otra forma lo mágico del momento y de las circunstancias se envenenarían con lo práctico, lo cómodo, lo vulgar y ese no hacer que anhelaban aburriría tanto como un día de compras en el supermercado o de reuniones comerciales para definir objetivos, o de maratones de baños para dejar pronto a los niños dormidos. La hora en que rescataban un poquito de esa ausencia que enseguida llenaban con pajas mentales en forma de reproches por no saber o no querer hacer con su existencia lo que verdaderamente querían. Desde adentro, desde esa negación cómoda que no sabían dónde ubicar, pero que les gritaba, les reñía por no afrontar la valentía de experimentar el vacío, de no reconocer ser lo que ya eran sin saber. Y nada tenía que ver con vivir desde la presencia no consciente.
Sonaba jazz, la lista de Spotify variaba y acertaba en los ritmos elegidos. Era bello sentirse así. Disfrutaban cada uno sus fantasías. Martín leía De espaldas al mar, apoyada su cabeza en un enorme almohadón, con la otra mano acariciaba las piernas de Lía, entrelazadas con las suyas, mientras ella saboreaba por igual ese placer y añadía el cosquilleo que le producían los cuentos de Pedro Mairal. Al pasar las páginas el mimo se desvanecía y se convertía en un roce pausado, para volver otra vez, como en un acto mecánico y solidario a masajear con sutileza la pierna blanca y suave de esa mujer, extraña todavía, que ocupaba el lado de su cama. El balcón filtraba la luz justa que captaba la belleza de la situación y la convertía en una postal para el recuerdo. Ella dejó caer el libro de Mairal a un lado. Se acomodó en el brazo libre de su ocasional amor sintiendo los movimientos del pasar de las hojas. Leía a la par que él, acompañándolo con esa novela que ya conocía, y con su pierna le rozaba ingenua el muslo, justo en esa parte que se hace cadera. Él la miró y soltó la lectura. Arqueó la cabeza para besarle la mejilla con la suavidad del que quiere despertar entre susurros. Siguió por los labios que ella entreabrió gustosa, al tiempo que sus piernas, invitándolo a invadir ese espacio sagrado. El beso fue largo, las lenguas húmedas y ávidas jugaron sin prisa, calientes y suaves como un polvo de talco que alivia la ansiedad que nunca remite. Bajó por su cuello mientras se dejaba acariciar el pelo ondulado que caía por su frente. Ella, con los ojos cerrados, se dejaba amar, buscando con su boca huérfana nuevos placeres que probar. Él lamió su vientre, entretenido en su ombligo, mordisqueando el centro de la creación mientras su amante apretaba las piernas, en un acto inconsciente, que sentía eléctricas y poderosas. Como en una orden dada, pero entendida sin ley, acarició su pubis cubierto de un pelo grueso y algo escaso hasta llegar al clítoris. Los labios carnosos de Lía se hinchaban a placer entre jadeos provocados, temblaba su cuerpo, y con sus manos estiraba el cabello oscuro de Martín pidiendo que no parara mientras el rocío de su sexo se confundía con la saliva dulce en la boca de ese hombre que, de vez en cuando, detenía el ritmo para adentrarse en su coño gelatinoso, esa cueva que alentaba la succión como si quisiera que su amante, a través de sus besos salvajes, se introdujera en sus entrañas para no escapar más. El corazón de ella se aceleró cuando la lengua volvió a comerse sin tregua su empapado clítoris. Ahora no pares, le dijo con la cara entornada ida de placer, y le obligó a seguir sin detenerse. El balcón la observaba. La luz menguaba sin que el azul del cielo decayera. Era hermoso el paisaje agotado del día a día de esa comunidad visible solo por los gritos lejanos y las ropas secadas al sol. Sus pezones claros se pusieron duros como las semillas de una fruta terrosa recién caída del árbol y atrajo las manos de aquel que ahora la adoraba más que a una diosa para que los acariciara y sintiera el galope de su sangre en el momento del orgasmo. Rio entrecortada, atrapó con sus muslos la cabeza del amante, lo dejó libre entre espasmos al liberar el gustoso momento de esa muerte anunciada. Él le acompañó en su risa y besando su espalda la ayudó a girarse para ponerla a cuatro patas. Su polla, convidada de piedra hasta el momento, era una bomba con una cuenta atrás que quería desactivar para prorrogar el juego, el goce mutuo y personal. La introdujo en el sexo tierno, estrecho, ardiente de esa hermosa criatura con cuerpo de mujer. Estaba tan mojada que el viaje a sus entrañas le estremeció al tiempo que ella empezaba a moverse tan sensual que contemplar esa imagen, unida al roce brutal, se convertía en una fiesta de sensaciones donde el efecto de la mejor droga era superado con creces. Podía ver como los pechos de la que ya era musa colgaban y rozaban la portada del libro de Mairal. Ella recitaba mentalmente con el éxtasis vibrando en su mirada, una y otra vez, Breves amores eternos, acompañando la cadencia viciosa de ese juego humano que tanto le gustaba. Así se sentía. Breve, enamorada, eterna. En esa cápsula de tiempo sin tiempo, de espacio sin espacio, en ese no hacer nada haciendo lo que la llevaba a pertenecer a ese hombre que sudaba a su lado, dejando ambos su huella animal en las pieles curtidas por la vida, ese olor a sexo rico al paladar, ese caos maravilloso donde solo importaban ellos y lo que contaban sus bocas al juntarse. Y en cada embestida se gustaban un poco más, se amaban un poco más y sabían que todo lo que necesitaban estaba en esa pequeña habitación junto a una cama, unos libros, un balcón. Si aquello no era amor, qué podría serlo».
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Gracias por leerme, enamorado de la literatura.
©Noelia Terrón