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Relato inconcluso…

Balcones

«Era una tarde de no hacer. Nada era un término que a veces asustaba, cuando en lo simple siempre está lo exquisito. No hacer nada era hacer todo lo que quisieran, que bien podía ser esa nada que así habían pactado. Dos, tres días de encierro. Veinticuatro horas al día sin tiempo dentro de ellas, sin normas, lo que fluya, se habían dicho. La permanente presencia de lo habitual, de los problemas atemporales y vulgares les rompían los esquemas de unas vidas que añoraban caóticas, como cuando adolescentes. Los tejemanejes diarios les dejaban poco tiempo para vivir la ausencia y eso incluía verse. Verse para intimar lo que quisieran, lo que necesitaran sus cuerpos, sus búsquedas de placer acompañados, en simbiosis con el contexto físico que, en el caso de ese encuentro, era una habitación dividida en dos más pequeñas. Una hacía de comedor, otra de dormitorio que no era tal, sino un minúsculo estudio en el que él componía sus canciones y las de otros. Y en relación con sus emociones, que no estaban tan lejos de compartir, el contexto era tan libre como sus pensamientos. Desde la cama plegable del comedor podía verse el balcón, muestrario indiscreto del quehacer de los vecinos. Este daba a un patio interior que reunía varios edificios antiguos del eixample barcelonés. Paredes blancas amarillentas, agrietadas y viejas eran el soporte de balcones donde alguna maceta se dejaba morir junto a la ropa tendida, amontonada en los oxidados tendederos que daban color a la decadencia que hacía aún más bella la ciudad. Una pequeña Nápoles escondida en la perfección arquitectónica que vestía, de cara a la galería, las tripas de ese lugar.

Sabían que esos momentos debían sorberlos de a poco, de otra forma lo mágico del momento y de las circunstancias se envenenarían con lo práctico, lo cómodo, lo vulgar y ese no hacer que anhelaban aburriría tanto como un día de compras en el supermercado o de reuniones comerciales para definir objetivos, o de maratones de baños para dejar pronto a los niños dormidos. La hora en que rescataban un poquito de esa ausencia que enseguida llenaban con pajas mentales en forma de reproches por no saber o no querer hacer con su existencia lo que verdaderamente querían. Desde adentro, desde esa negación cómoda que no sabían dónde ubicar, pero que les gritaba, les reñía por no afrontar la valentía de experimentar el vacío, de no reconocer ser lo que ya eran sin saber. Y nada tenía que ver con vivir desde la presencia no consciente.

Sonaba jazz, la lista de Spotify variaba y acertaba en los ritmos elegidos. Era bello sentirse así. Disfrutaban cada uno sus fantasías. Martín leía De espaldas al mar, apoyada su cabeza en un enorme almohadón, con la otra mano acariciaba las piernas de Lía, entrelazadas con las suyas, mientras ella saboreaba por igual ese placer y añadía el cosquilleo que le producían los cuentos de Pedro Mairal. Al pasar las páginas el mimo se desvanecía y se convertía en un roce pausado, para volver otra vez, como en un acto mecánico y solidario a masajear con sutileza la pierna blanca y suave de esa mujer, extraña todavía, que ocupaba el lado de su cama. El balcón filtraba la luz justa que captaba la belleza de la situación y la convertía en una postal para el recuerdo. Ella dejó caer el libro de Mairal a un lado. Se acomodó en el brazo libre de su ocasional amor sintiendo los movimientos del pasar de las hojas. Leía a la par que él, acompañándolo con esa novela que ya conocía, y con su pierna le rozaba ingenua el muslo, justo en esa parte que se hace cadera. Él la miró y soltó la lectura. Arqueó la cabeza para besarle la mejilla con la suavidad del que quiere despertar entre susurros. Siguió por los labios que ella entreabrió gustosa, al tiempo que sus piernas, invitándolo a invadir ese espacio sagrado. El beso fue largo, las lenguas húmedas y ávidas jugaron sin prisa, calientes y suaves como un polvo de talco que alivia la ansiedad que nunca remite. Bajó por su cuello mientras se dejaba acariciar el pelo ondulado que caía por su frente. Ella, con los ojos cerrados, se dejaba amar, buscando con su boca huérfana nuevos placeres que probar. Él lamió su vientre, entretenido en su ombligo, mordisqueando el centro de la creación mientras su amante apretaba las piernas, en un acto inconsciente, que sentía eléctricas y poderosas. Como en una orden dada, pero entendida sin ley, acarició su pubis cubierto de un pelo grueso y algo escaso hasta llegar al clítoris. Los labios carnosos de Lía se hinchaban a placer entre jadeos provocados, temblaba su cuerpo, y con sus manos estiraba el cabello oscuro de Martín pidiendo que no parara mientras el rocío de su sexo se confundía con la saliva dulce en la boca de ese hombre que, de vez en cuando, detenía el ritmo para adentrarse en su coño gelatinoso, esa cueva que alentaba la succión como si quisiera que su amante, a través de sus besos salvajes, se introdujera en sus entrañas para no escapar más. El corazón de ella se aceleró cuando la lengua volvió a comerse sin tregua su empapado clítoris. Ahora no pares, le dijo con la cara entornada ida de placer, y le obligó a seguir sin detenerse. El balcón la observaba. La luz menguaba sin que el azul del cielo decayera. Era hermoso el paisaje agotado del día a día de esa comunidad visible solo por los gritos lejanos y las ropas secadas al sol. Sus pezones claros se pusieron duros como las semillas de una fruta terrosa recién caída del árbol y atrajo las manos de aquel que ahora la adoraba más que a una diosa para que los acariciara y sintiera el galope de su sangre en el momento del orgasmo. Rio entrecortada, atrapó con sus muslos la cabeza del amante, lo dejó libre entre espasmos al liberar el gustoso momento de esa muerte anunciada. Él le acompañó en su risa y besando su espalda la ayudó a girarse para ponerla a cuatro patas. Su polla, convidada de piedra hasta el momento, era una bomba con una cuenta atrás que quería desactivar para prorrogar el juego, el goce mutuo y personal. La introdujo en el sexo tierno, estrecho, ardiente de esa hermosa criatura con cuerpo de mujer. Estaba tan mojada que el viaje a sus entrañas le estremeció al tiempo que ella empezaba a moverse tan sensual que contemplar esa imagen, unida al roce brutal, se convertía en una fiesta de sensaciones donde el efecto de la mejor droga era superado con creces. Podía ver como los pechos de la que ya era musa colgaban y rozaban la portada del libro de Mairal. Ella recitaba mentalmente con el éxtasis vibrando en su mirada, una y otra vez, Breves amores eternos, acompañando la cadencia viciosa de ese juego humano que tanto le gustaba. Así se sentía. Breve, enamorada, eterna. En esa cápsula de tiempo sin tiempo, de espacio sin espacio, en ese no hacer nada haciendo lo que la llevaba a pertenecer a ese hombre que sudaba a su lado, dejando ambos su huella animal en las pieles curtidas por la vida, ese olor a sexo rico al paladar, ese caos maravilloso donde solo importaban ellos y lo que contaban sus bocas al juntarse. Y en cada embestida se gustaban un poco más, se amaban un poco más y sabían que todo lo que necesitaban estaba en esa pequeña habitación junto a una cama, unos libros, un balcón. Si aquello no era amor, qué podría serlo».

Si quieres que continúe el relato, deja tu comentario y en breve podrás leer el final.

Gracias por leerme, enamorado de la literatura.

©Noelia Terrón

Relato: Todas eran ella

Valeria agarró el pomo de la puerta y la empujó mientras todo su cuerpo tiritaba, pero no era por la fría nieve que veló por los sueños de todos los habitantes de su pueblo durante la noche. Martina se giró al oírla entrar y le sonrió. Jugaba con las sillas que, colocadas en círculo, servirían de asiento para la tarde de poesía que les esperaba. Esa semana tocaba lectura colectiva, todas habían elegido un poema que recitarían a las demás y conversarían inquietas sobre los sentimientos que les despertaba. Sin percatarse del halo de tristeza que mojaba las mejillas de su amiga, se acercó a la cocina y le sirvió una taza caliente del café que acababa de preparar. Anita apareció de la nada canturreando una conocida copla, mientras se peinaba con la mano el remolino que se le hacía en el nacimiento de su frente. Paró en seco al ver el rostro de su consuegra.

  • Valeria, ¿Y esa cara?

Valeria se dejó caer en una de las sillas y no le contestó. Sacó su enorme bufanda del cuello que brillaba tanto como un mes de agosto. Martina se acercó a la par que Anita, las dos la observaban extrañadas, y le ofreció la taza que humeaba como una locomotora de otro siglo. Valeria rechazó el café con la cabeza al tiempo que acercaba lenta su mano derecha al corazón.

  • ¿Estás mareada, qué te pasa?

Las risas de Gina y Margalida, que acababan de llegar. La voz de Paquita que asomaba por la puerta de atrás y el tumulto del resto de compañeras que iban entrando, hicieron que Valeria reaccionara y, tras un momento en el que sintió que había perdido el norte, se recuperó. Tragando saliva, pidió ese café que unos segundos antes había rechazado. ¿O eran minutos? El tiempo se había detenido, pero su corazón latía y volvía a la realidad

  • ¿Qué poema leerás, Gina?
  • Uno que os dejará tan heladas como el día- y se reía.
  • La semana que viene, en la clase de pintura, voy a pintar el árbol de la esquina, tal como está ahora, con esos copos gigantes y pesados que han teñido sus hojas de canas.
  • ¡Y eso que ya no estamos en invierno!¡ y hace peor tiempo!
  • A mi nieta le ha nacido el primer diente y chichón, pobrecita, cómo ha salido de la guarde.
  • No, no, la fruta la tiene mejor de precio la Marieta y es todo de su huerta.

Las conversaciones se cruzaban hasta que Anita puso orden y las mandó callar, sin quitarle un ojo a Valeria, que parecía más tranquila pero ausente.

  • Gina, déjate de rollos, ya desliarás la madeja cuando nos toque tu clase de punto.

Como por arte de magia, de repente, todas estaban ensimismadas escuchando la primera poesía de la boca de Paquita. A pesar de los años mantenía la voz de locutora de radio con la que triunfó en la emisora local.

Valeria intentó disimular que las lágrimas rodaran por su rojiza cara, pero ya era tarde y, húmedo su rostro, recordó aquel verano en que el hombre al que siempre amó, la besó.

La tarde de picnic al borde del río estaba siendo divertida. Nadaban sin preocupaciones, se tiraban agua, observaban las mariposas amarillas y negras, blancas y de azulados reflejos pasear curiosas por sus hombros, rodear sus cabezas, rozar sus piernas mojadas y morenas. El primo de Miguel había venido al pueblo a pasar su último verano antes de marcharse a Francia, todos los primos y sus parejas se habían reunido para darle el adiós que se merecía. Valeria se fijó desde el primer momento en sus labios carnosos y en unos ojos negros a lo Alain Delon, pero estaba recién casada con Miguel, enamorada y atontada y no quiso darle importancia al pellizco suave que había sentido en el interior de su corazón. Cuando se cansaron de agua, algunos decidieron dar un paseo para buscar moras y entre las zarzas y algún que otro insecto cojonero se partían de la risa atrapados por el sol. A Valeria le llamó la atención una gran piedra en el camino y se quedó a observarla. Parecía una cueva en medio de la nada y su imaginación empezó a volar viéndose entrar en ella y cayendo al vacío como esa Alicia curiosa a la que tanto se parecía. El tacto de una mano caliente en su brazo la sacó de su ilusión y quedó sorprendida al ver que el primo de Miguel observaba a su lado la piedra, absorto, como si sus ojos brillantes vieran la misma imagen que ella imaginaba.

  • Ricardo, vamos a perder a los demás.
  • No te preocupes, han seguido adelante, solo deben llevarnos unos pasos de ventaja. Ahora los alcanzamos.

Se hizo un silencio entre los dos y acto seguido se pusieron a hablar al mismo tiempo, provocando risas nerviosas entre ellos.

  • Valeria, pero ¿qué te pasa mujer, por qué lloras?

Valeria se encontró rodeada de todas sus amigas de la asociación con caras de preocupación. Ya no sonaba ningún poema en la voz de Paquita. Se avergonzó.

  • Nada, nada, parece que no me encuentro bien hoy, no os preocupéis.
  • ¿Pero ha pasado algo? Estás extraña- Le dijo Anita.
  • No, no, estoy bien. No sé qué me ha pasado.
  • Estás llorando, algo te pasa- Le recriminó algo inquieta Gina.

Valeria, sentía una opresión enorme en su estómago y en su garganta. De repente empezó a ver borroso y en su cabeza, veía una película a cámara lenta. Estaba de nuevo en aquel verano de 1970. Las manos morenas de Ricardo acariciaban su espalda mojada de sudor. La tensión en su cuerpo le gustaba y a la vez sentía un dolor atroz en su pecho porque deseaba sin razón a ese hombre y amaba hasta las trancas a Miguel. Cuando Ricardo la penetró no sintió daño como le pasaba con su marido. Una sensación extraña se apoderó de su cuerpo y su mente quedó en blanco. Apretó las piernas y sintió que su cuerpo flotaba, temblaba, pero reía de placer y lloraba de pena a la vez por lo que acababa de pasar. No se atrevieron a mirarse a los ojos lo que quedaba de tarde.

Ese hecho inesperado condicionó toda su vida. Empezó a ver a su marido de forma diferente. Quería sentir con él lo mismo que esa tarde en que descubrió que ser mujer iba mucho más allá de lo que le habían inculcado desde pequeña. Buscaba una relación con su marido que este nunca supo darle, no era dulce, era bruto. No era amable, era impaciente. Pero Valeria comprendía que Miguel tuviera las mismas limitaciones que ella antes de conocer a Ricardo. Debe ser el hombre, el que no muestra sentimientos, el que trabaja todo el día y para el que el acto sexual significa poner su semilla y dormir a pierna suelta sin más.

Nueve meses después nació Alejandro. Valeria sabía quién era el padre, sin dudar, pero siempre calló.

Ricardo se fue a Francia y se casó con una francesa de padres españoles y ojos color melocotón que renegaba de sus orígenes. Nunca volvió al pueblo, pero mantuvieron el contacto mediante cartas que guardaban escondidas en lo más profundo de su corazón. Con los años, esas cartas se convirtieron en chats de WhatsApp y Messenger. Nunca hablaron de lo sucedido aquella tarde, pero ninguno estaba arrepentido. Mantuvieron más que una amistad y escondían los sentimientos que hubieran dolido de haber salido a la luz.

  • Valeria, Valeria, espabila. Anita le meneaba la cara mientras ella regresaba al mundo entre sudor frío y lágrimas amargas.

Le ofrecieron agua, que tomó ansiosa.

  • ¡Tenemos que llevarte a urgencias, has perdido el conocimiento varios segundos!

Contestó despacio, pero segura.

  • De verdad, no pasa nada habrá sido una bajada de tensión.

Pero no pudo aguantar mucho más y explotó. ¡Hoy ha muerto el hombre de mi vida!

Las amigas se miraron entre ellas, angustiadas, pensaban que había perdido la cabeza o empezaba a tener un problema de demencia.

  • Corazón, Miguel murió hace unos años ¿no lo recuerdas? ¿Alejandro está bien? Nos tienes muy preocupadas.
  • Mi hijo está bien, mi hijo está bien. Y sollozaba sin poder mirarlas a la cara.

Gina rodeó su espalda con su chaqueta de lana preferida, tejida en los talleres semanales que tanto le gustaban, y acarició su nuca, su frente. La besó en las mejillas, amorosa.

  • Cuéntanos qué te pasa Valeria, sabes que entre todas podemos ayudarte si tienes algún problema.

Y soltó lo que llevaba tantos años destrozando su vida, lo que nunca le había permitido ser feliz al lado de Miguel, lo que le hizo sentir en soledad que había creado una familia falsa. La culpa le arrancaba la garganta con los gemidos que se había negado a pronunciar para sacar su pena. Se odiaba por haberle sido infiel a un hombre que, a pesar de sus carencias, la quiso y la cuidó hasta su muerte. Se detestaba por tener un hijo al que había engañado en lo más primordial y sagrado. Se despreciaba por amar, por amar al hombre equivocado, ya que su misión en esta vida era darlo todo por aquel que dormía con ella en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza.

Sus amigas se solidarizaron con ella, empatizaron, sin juzgarla, jamás la culparon por nada. Amaron su herida. Sonaron sus mocos, peinaron su pelo enredado. Semana tras semana. Con sus cantos, con sus lanas, con los colores de sus cuadros, tras los cafés de tertulia. Recitando poemas de otras mujeres lastimadas, para hermanarse más. Todas tenían algo de Valeria. Todas eran ella.

©Noelia Terrón Torres.

AÑORANZAS



Acercar mi rostro a la ventana no me inspira nada.⁣
No hay un olor a nata de inviernos fríos,⁣
cuando aquella leche, hecha calor en el paladar.⁣
Y la olla. Y la costra. Y la riña de mi madre.⁣
Y la risa que huye de la cocina,⁣
con la chaqueta fina, la única. Para la mañana gris y la noche de ausencias.⁣
Y mi diente sin diente, hecho libro en el rincón de las brujas y los malos y los fantasmas, tiesos por las mismas heladas de las tardes de nata de leche, que hervida me alimentaba el alma.⁣

Microrrelato: AÑORANZAS

Acercar mi rostro a la ventana, ya no me inspira nada.⁣
No hay un olor a nata, ni un diente sin diente, ni una chaqueta fina, ni una bruja malvada.⁣

Relato: El hada que no me enamoró

Cuentos y canciones

― ¿Qué te lleva de vuelta? ¿El trabajo, el amor, la añoranza?

― Todo eso y lo segundo esencialmente, y lo que hay ahí, ese trozo tan bello de mí. Es un cúmulo de sensaciones y debo darles paso.

Habíamos hecho el amor en aquella habitación de hotel impersonal y cálida a la vez, como si entendiera que los apegos no tenían cabida, pero sí los recuerdos. A él le separaban casi diez mil kilómetros para alcanzar su sueño, a mí poco más de seiscientos para volver a una rutina cómoda y sin sorpresas.

Nos habíamos visto varias veces, no muchas ni pocas, durante largos años desde que nos descubrimos en aquel concierto del Jamboree en el que el Jorge Drexler de los inicios no convocó ni a cincuenta personas.

Nos sentamos juntos por azar, mi amiga me lo había señalado nada más entrar. Bebimos cerveza mientras yo aplaudía como una cría a Jorge. Él le pidió un autógrafo para mí tras terminar el concierto, se conocían de viejas andanzas en su estimada Uruguay.

Nuestros encuentros nunca se convirtieron en una relación, aunque jamás nos atrevimos a ignorarnos y, sobre todo, dentro de nuestras idas y venidas y de largas ausencias, siempre nos respetamos. Tuvimos diferentes parejas de variada duración, los años dan para mucho. Amar, odiar, sufrir, reír, llorar. Ilusiones y decepciones, compartidas y ajenas. Pero siempre quisimos que nuestras pieles se palparan. Él llegó a casarse y aportó a este insensible mundo dos hijos varones igual de morenos y de intensos. Se separó. Y volvió a convivir con diversas mujeres que más que provocarme celos me daban un respiro en mis numerosas épocas de miedos y angustias, tanto reales como infundadas, y también en momentos de hermosas locuras. Yo solo me comprometí conmigo misma y eso que durante casi diez años me empeñé en ser esa mujer normal que todos los que me querían anhelaban conocer, y mantuve una relación convencional que me fascinó igual de rápido que me cortó las alas. Después, diversos amantes salpicaron mi cama. Él era especial. No me juzgaba. Si me añoraba, me añoraba de verdad. Si descansaba de mí lo hacía para volver a desearme.

Casi nunca hablábamos de nosotros. Compartíamos vinos y quesos. Ideas sobre un mundo ideal como viejos filósofos encadenados entre sí. Algunos cines. Varios de sus conciertos en los pubs más perdidos. Y el sexo salvaje y suave. Repentino y planeado. Sus gotas de esperma resbalaban por mi espalda los inviernos fríos y nuestras bocas simulaban el hielo junto al rico sudor en los cortos veranos. Vivir entre escalofríos, esa sensación que te mantiene despierto y te provoca.

Habían pasado casi treinta años desde que nos besamos con el autógrafo de Drexler arrugado en mi bolsillo. Y esa noche supe que sería la última vez que mis pechos volverían a sentir el placer de sus labios. Esta vez iba en serio.

― ¿Algún día escribirás una canción sobre mí? Quiero que la titules El hada que no me enamoró.

Él se sirvió otra copa y saboreó despacio sin decir nada. Acarició mi pierna desnuda con la mano libre de su otro vicio y continuó inmerso en nuestros silencios bañados por el tacto de unas caricias tibias. Yo esperé inocente una respuesta a esa pregunta.

Nos despedimos en el aeropuerto. Los caminos opuestos. Mi vuelo a Barcelona se retrasaba y pude acompañarlo hasta internacional para verlo partir con su vieja chaqueta y su pelo rizado, de espaldas a mis ojos. En la deslucida pantalla del embarque era Montevideo el que me lo robaba, no el amor de otra mujer, eso me dije convencida. Perdía a mi amante paciente, inteligente, ligero e impetuoso, como aquel personaje de Kundera, Sabina, que hizo que me enamorara de la levedad del ser, aunque ahora se me antojaba insoportable por su marcha.

Relato: El hada que no me enamoró

Llovía cántaros la precipitada noche, pero no lo invité a quedarse. Nos amamos con lenguas hambrientas, con prisas, rojas ya nuestras carnes. Mi jet lag amenazaba con dolor de cabeza y prefería estar sola. Recogió su ropa y vistió su cuerpo con furia mal controlada, al tiempo que me llamaba ninfómana egoísta e insensible. No quería saber nada de él, solo pegarme un largo baño e intentar dormir lo que quedara de madrugada. Era cierto que hacía un año que aplastaba a mis amantes con el juego de un buen sexo, pero sin exigir la caricia, sin deseo de ser amada. Solo un trato entre adultos de duración definida, solo por mí, sin consenso ni posibilidad de una mínima negociación. Cuatro encuentros eran suficientes para dejar de exigir su calor, y echarlo así de mi vida era la garantía de que no me molestaría. No estaba para historias. Estaba para mis propias tristezas, compartirlas no era un plan rentable para nadie. Abrirme a la vida se complicaba sin tener consciencia de ello, prefería marchitarme sola, asumir ese riesgo, aunque nadie fuera capaz de comprenderlo.

Ni una hora aguanté sin dejar de pensar con los ojos cerrados, en un intento inútil de descansar de mí. Preferí no tomar nada y encendí el televisor sin saber por qué. Hay poca imaginación en las mentes de aquellos mediocres que pretenden ser creadores sin nunca discutir nada. Películas repetidas hasta la saciedad, ventas de objetos sin sentido por maniquíes mercenarios de la sociedad llenaban la parrilla, asesinando el interés por algo que nos haga sentir que aún estamos.

Y de repente, él. Aplaudían su presencia. La tele mostraba imágenes de preciosas mujeres que lo miraban embobadas mientras sus parejas sonreían como tontos, quemadas sus manos por la fricción de maderas falsas. El escenario enorme. Su guitarra. Sus ojos negros y brillantes. Ese hoyuelo que mordí tantas veces en noches como esta, con la diferencia de que no había ni un ligero rastro de desánimo, ni deseo apagado, ni indeseada soledad.

Entendí que le daban un premio. Vi el lujo y el vacío del espectáculo de los Grammy Latinos. Hasta que comenzó a tocar. Sus hermosos dedos, aquellos que mojados en saliva me tocaron antaño con la misma adicción y pasión como hacían ahora con el instrumento que empezaba a sonar. Y todo cambió. De nuevo lo hizo. Inundó la oscuridad que me habitaba. Su voz suave acarició mi oreja, erotizó mi piel, embelesó mi esencia.

Y entonces supe que me amó, a su manera. Y lo mejor, me amó, a mi manera. Nos quisimos. Sin juzgar ni arrasar. Sin imponer, con tolerancia. De la misma forma que yo lo amaba aún, a pesar de no necesitarlo, gracias a no necesitarlo. Reviví sus caricias y, tras escuchar lo que tanto tiempo añoré sin saber, inmensa esa canción en su voz, por fin, pude dormir.

Seguiré tu rastro cada mañana

Por el camino del bosque

Buscaré tu rostro templado

entre el hermoso rocío

La mañana cantará los deseos de antaño oscuros

Y besaré tu mejilla

Tú serás mi campanilla

Seguiré tu rastro cada mañana

Cuando las nubes

Muevan suaves las formas

Dibujaré tu boca manzana rosa

Junto a una roca

Esmeralda tu beso

Miel son tus senos

Mi hada no me enamoró

Mas la quiero sin tiempo

Mi hada no me enamoró

Pero añoro su sexo

Esa luz que me alumbra

Ese abrazo tan tierno

Mi hada no me enamoró

Mas la quiero sin tiempo

Mi hada no me enamoró

Pero añoro su sexo

Esa luz que me alumbra

Ese abrazo tan cierto

Seguiré tu rastro cada mañana

Tras amar esa brasa que persiste en la nada

La magia del que despierta

Mientras duermes maldita entre sombras febriles

Recogida en tus huesos

Iluminada en mi aliento

Como sed apagada tras la resaca

Seguiré tu rastro cada mañana

Como fiel es el perro

Que no tiene camada

Tus pasos empapando el barro fiero

Que dibuja la carga de tu fugaz mirada

Y que siembra en reposo

Pájaros rojos

Mi hada no me enamoró

Mas la quiero sin tiempo

Mi hada no me enamoró

Pero añoro su sexo

Esa luz que me alumbra

Ese abrazo tan tierno

Mi hada no me enamoró

Mas la quiero sin tiempo

Mi hada no me enamoró

Pero añoro su sexo

Esa luz que me alumbra

Ese abrazo tan cierto

© Noelia Terrón Torres

Gracias por leerme, enamorado de la literatura

El viaje. Poema

El viaje

Un viaje no empieza ensalzando el vuelo.

Los pies en la tierra empapados por el riego de la idea de volar.

La mirada que ansía descubrir, trazar, retar el recorrido

de los sueños dueños de nuestro inconsciente.

Aprietas las manos y compruebas la fuerza que te elevará.

Descubres a quién tenderlas cuando quieras compartir la soledad,

solo con imaginar el sabor de esos labios que te hablan,

en diferentes formas, con diferentes brillos, acentos, con distinta calidez.

Los que impulsan el despegue,

junto a tus ganas,

junto a las ganas de desarraigar y de plantar de nuevo

un árbol de felicidad que también fluya

como el soplo que ahora alborota tu cara.

Te nacen alas tras doloroso duelo.

Pierdes las garras que te unían al fango,

ese que forja el carácter del que se sabe puro,

del que se reconoce implacable en la tormenta,

del que templa el fracaso sabiéndose sabio.

POEMA «EL VIAJE»

Y naces.

Renaces.

Las veces que haga falta.

Las veces que el cielo te inspire, que te llame a surcarlo, que te grite explorarlo,

solo por el placer de hacerte libre, de serte fiel, de estar del lado del que anhela

crecer.

Y amar.

Un viaje no empieza ensalzando el vuelo.

Pero cuando las alas se despliegan,

y tu yo se vuelve aire reencarnado en majestuosa ave,

descubres que la vida es el viaje con el que te premiaste.

 Y no quieres parar.

Poema: Negro instinto el animal

Poesía al vuelo inspirada por una tarde de calor, de jazz y de una fotografía de ayer noche admirando el mar de la bonita localidad de Sitges.

Poema «Negro instinto animal»
Negra noche⁣
Negro azar⁣
Negra vida⁣
Negro amar⁣

Negro instinto el animal⁣
Negro el ritmo de este jazz⁣

La negrura de mi mar se refleja en el camino⁣
que dejó de ser oscuro⁣
sin bombilla, con fracasos, sin delirios que ocultar.⁣
No maquillo ya los miedos y dejo que la tormenta explote las obsesiones, enamore el devenir, alimente lo salvaje y me regale el vivir. ⁣

Gracias por leerme, enamorado de la literatura ❤️

Esperando Abril Escritora.

POEMA DEL ENCUENTRO

Poema que recité con motivo de la 𝗙𝗲𝘀𝘁𝗮 𝗠𝘂𝗹𝘁𝗶𝗰𝗼𝗹𝗼𝗿 del 9 de julio en el Parc de la Torre Lluch en Gavà.⁣⁣
Como dije en el evento, yo celebro el amor, la libertad y el respeto.⁣⁣
Que la cultura nos convierta en todo eso.⁣⁣
⁣⁣

POEMA DEL ENCUENTRO

⁣⁣
Y si la miro a los ojos y la encuentro ⁣⁣
Me sentiré feliz y acompañada ⁣⁣
Y la palabra esperanza tendrá por fin significado ⁣⁣
⁣⁣
Entonces la llamaré en mis sueños, para poder tocarla ⁣⁣
gozar de sus besos, de su lengua melosa escrita en femenino como su nombre, como mi nombre⁣⁣
⁣⁣
Y rozaré su mano y nadie discutirá si la amo.⁣⁣
Porque la amo ⁣⁣
⁣⁣
No importa los ojos que nos miren, si los nuestros se encuentran ⁣⁣
Las bocas que nos juzguen, si las nuestras se tientan ⁣⁣
Qué tacto nos rechace si nuestra piel se eriza aun en la distancia ⁣⁣
Qué olor quieran ponernos si nuestro olfato ha transformado el miedo en un inmenso vuelo⁣⁣
⁣⁣
Y si me mira a los ojos y me encuentra⁣⁣
los pétalos de rosas no se marchitarán ⁣⁣
Las nubes serán mantos que nos protegerán ⁣⁣
Querremos gritar juntas lo que nos hicieron callar ⁣⁣
Y el grito será canto que sellará la paz⁣⁣
⁣⁣

POEMA DEL ENCUENTRO



⁣⁣

POEMA: No quiero

Hoy toca poema.

Amar es un sentimiento universal que más allá de igualarnos nos hace únicos

Dedicado al que me hace volar.

NO QUIERO

No quiero necesitarte
Y cada vez te echo más de menos

No quiero invadir tus espacios sagrados ni tus silencios
Y solo pienso en tenerte a mi lado, en mi centro, en mis adentros

No quiero sentir la nostalgia de tus besos
Y las noches se llenan de tus latidos en mi pecho

No quiero imaginarte recibiendo la caricia que estremece tu piel
Y, sin remedio, cada gesto mío se desvía y se entretiene en tus costuras

No quiero recordar cuando me miras
Y lo único que hago es buscar tu brillo en mi mirada en aquella fotografía que me hiciste hace nada

No quiero cercar tu vuelo
Y te hago nidos de alambre para que te quedes cuando te deseo

No quiero que desparezcas, ni perder tu esencia
Y cada paso que doy me vuelve sombra que incentiva tu huida

No quiero, no quiero, juro que no quiero quererte tanto

No quiero quererte más
No quiero quererte siempre
No quiero quererte aunque
Y, sin embargo, te quiero


POEMA: No quiero

⁣Gracias, siempre, por leerme enamorados de la literatura

EAE

No hay verano sin cultura: SAFO

Pues ya podemos decir que el verano rodea nuestras cabezas y nos atrapa en su abrazo.

Que sí, que el verano está para unas playas, unas cervecitas, unas noches iluminadas por estrellas y risas, un paseo en el barquito del amigo del amigo del amigo. Ese avión que nos lleva a otra historia o a otras sales marinas. El sonido de las ramas del octogenario árbol que sobrevive en las alturas, con su sombrero de pájaros y el canto místico del riachuelo. Pero, amigos lectores, sabemos que no hay verano sin cultura.

Hoy os traigo una propuesta que sé que os va a encantar.

Nos vamos de vacaciones a las islas griegas sin salir de casa y, por supuesto, de mano de la literatura, acompañadas por Safo, que regala nuestros oídos con poesía de la buena.

SAFO, POETISA GRIEGA

Ella nació en Lesbos, alrededor del año 600 a.C. Dirigía una asociación que rendía culto a la diosa Afrodita, <<La casa de las servidoras de las musas>> y allí su poesía era recitada acompañada de una lira. ¿Sabes qué más? Platón la idolatraba.

Este verano Christina Rosenvinge (música); María Folguera (texto) y Marta Pazos (dirección) nos traen el espíritu de esta poetisa: Safo, para que gocemos de un espectáculo sin igual.

Podemos verlo en Barcelona dentro del Festival GREC de Barcelona y en Mérida en su Festival Internacional de Teatro Clásico.

Julio viene cargado de cultura, consulta las fechas de las representaciones

AQUÍ MÉRIDA

y

AQUÍ BARCELONA

POESÍA

Me compras la propuesta, ¿verdad? Yo te aseguro que no me lo voy a perder.

¡A disfrutar! enamorado de la literatura.

Esperando Abril Escritora by Noelia Terrón

Relato: El juego de la botella

Le pegué la patada tan fuerte como pude y al levantar los brazos en señal de victoria sonó un oé, oé, oé, oé casi con tanta rabia como alegría. Mis compañeros salieron en manada y se acercaron para celebrar conmigo mientras berreaban alto y claro el tonillo triunfal. Tito se giró desde lejos, pateó las piedras del camino de tierra que nos servía de escenario sin tener que preocuparnos por el tráfico, y recogió la garrafa de plástico con toda la mala hostia que disponía. El juego era tonto y sencillo, pero nos entretenía. Poníamos una botella vacía en el centro de la calle, el guardián de esta cerraba los ojos y contaba hasta diez para que al resto de jugadores nos diera tiempo de escondernos y poder vigilar al que pringaba y la custodiaba. Se trataba de hacer que permaneciera intacta en el mismo lugar, mientras intentaba encontrar todos los escondites y denunciarlos. Si en su búsqueda se despistaba, existía la posibilidad de que algún espabilado saliera de su guarida y le diera una real patada al envase, con lo que lo condenaba a seguir siendo el protector hasta que fuese capaz de destapar y controlar a todos sin que ninguno se descarriara. Ganar, la verdad, era difícil, aunque no imposible. Tito era experto en pillarnos sin que fuéramos capaces de derribar esa sucia vasija vapuleada y cada vez menos transparente. Por eso era el líder del grupo sin discusión.

RELATO: EL JUEGO DE LA BOTELLA

Cuando alguien gritó que empezaba “V” todos corrimos a nuestras casas entre risas escandalosas y absurdas para un adulto. Tito y yo éramos vecinos de rellano. Vivía con su hermana mayor, el cuñado y la hija pequeña de la joven pareja. Había venido de un pueblo de Badajoz para pasar las vacaciones de verano y ya no volvió. Su hermana le contaba a mi madre que habían decidido hacerle un hombre de provecho y querían que estudiara, en el pueblo estaba destinado a ver el pasar de las nubes, eso con un poco de suerte. Siempre me preguntaba qué unía a esos dos hermanos de más de diez años de diferencia. Teresa era alta y con un tono de piel pálido, la distinguida Sissi del barrio, mientras que Tito, negro como el tizón y un palmo más bajito de lo que se esperaba para sus quince años. Sin embargo, se le veía fuerte y con una mirada de fuego que quemaba cualquier duda sobre él. Subimos en silencio en el ascensor, incapaces de mirarnos a la cara. Recuerdo un olor dulzón a sudor y a tierra que se escapaba de nuestros cuerpos. Mi pelo sin brillo por el polvo tapaba unos pezones frescos que pujaban por destacar. Llegamos al piso y el destartalado elevador se paró en seco. Por inercia nos miramos antes de abrir la puerta y Tito rozó uno de mis pechos con su mano aún tierna y me plantó un beso en los labios con más pánico que delicadeza. Se llevó un buen bofetón con empujón e insulto incluidos. Lo dejé solo en la vieja máquina mientras mi corazón latía a un ritmo desconocido. Me sentía furiosa y excitada a la vez.

Esa tarde, Diana, la malísima de la serie de invasores, se comió una rata tan grande como el botellón que yo acababa de derribar con tantas ganas. Siempre asociaré mi primer beso de amor con esa rata-botella que disfrutamos con tanto placer la lagarta y yo.

Mi madre me pegó la gran bronca por llevar todo el día sin duchar y no me dejó volver a salir hasta que me comí el bocadillo de tortilla que me había preparado. Cuando bajé de nuevo olía a Heno de Pravia y mi pelo brillaba como las estrellas. Ni rastro de Tito. Decidimos jugar a Lucecita. Nos agrupábamos en el centro de la calle. El primero que viera una luz moverse, el faro de un coche, por ejemplo, tenía que gritar lucecitaaa y todos debíamos correr y trepar hacia la vieja persiana de un local deshabitado. El que se quedara en tierra perdía. Cuando quise darme cuenta, tanto mi amiga Tatiana como yo estábamos empanadas soportando las risas de los demás que, como monos, colgaban del panel. Tito, duchado y con pinta de señorito, nos miró con tono despectivo y al pasar entre las dos tiró su chicle con desdén al suelo.

Ya nunca volvió a participar en nuestros estúpidos pasatiempos. Se limitaba a jugar a la pelota con colegas de otros barrios en un descampado cercano al nuestro. Ni siquiera cuando llovía y el agua convertía la arena de la carretera en barro, se tiraba por los terraplenes con endebles cartones haciendo de nuestras miserias una fiesta. Pasamos los cuatro ciclos estacionales sin mirarnos a la cara cuando coincidíamos en la escalera, aunque le gustaba pavonearse delante de mí cuando metía mano a nuevas y más receptivas conquistas. Le cogí tanto asco como deseo. Soñaba despierta y repetía hasta hacerme delirar nuestra escena en el ascensor. Con ese juego mental tuve mi primer orgasmo.

Hacía ya que él se había marchado a Barcelona con su otra hermana. Teresa nos relataba sus progresos en la universidad con tanto orgullo que irritaba. Desapareció de mi vida sin más, no coincidíamos ni en fin de semana, ni en navidades o festivos, solo me quedaba de él la sensación de su mano en mi pecho, su lengua en mis labios y la música de su nombre cuando su hermana me lo recordaba. Y así durante toda mi adolescencia.

EL JUEGO DE LA BOTELLA

Ayer me subí a un avión de vuelta a casa y reconocí a Tito en mi compañero de asiento. Volví a sentir el mismo calor de hace treinta años en aquel ascensor. Con disimulo desabroché el botón de mi camisa y él aflojó el nudo de su corbata con una sonrisa. Se llevó la botella de agua que compartimos durante el trayecto con mi teléfono dentro.

© Noelia Terrón Torres