fbpx

Relato: Todas eran ella

Valeria agarró el pomo de la puerta y la empujó mientras todo su cuerpo tiritaba, pero no era por la fría nieve que veló por los sueños de todos los habitantes de su pueblo durante la noche. Martina se giró al oírla entrar y le sonrió. Jugaba con las sillas que, colocadas en círculo, servirían de asiento para la tarde de poesía que les esperaba. Esa semana tocaba lectura colectiva, todas habían elegido un poema que recitarían a las demás y conversarían inquietas sobre los sentimientos que les despertaba. Sin percatarse del halo de tristeza que mojaba las mejillas de su amiga, se acercó a la cocina y le sirvió una taza caliente del café que acababa de preparar. Anita apareció de la nada canturreando una conocida copla, mientras se peinaba con la mano el remolino que se le hacía en el nacimiento de su frente. Paró en seco al ver el rostro de su consuegra.

  • Valeria, ¿Y esa cara?

Valeria se dejó caer en una de las sillas y no le contestó. Sacó su enorme bufanda del cuello que brillaba tanto como un mes de agosto. Martina se acercó a la par que Anita, las dos la observaban extrañadas, y le ofreció la taza que humeaba como una locomotora de otro siglo. Valeria rechazó el café con la cabeza al tiempo que acercaba lenta su mano derecha al corazón.

  • ¿Estás mareada, qué te pasa?

Las risas de Gina y Margalida, que acababan de llegar. La voz de Paquita que asomaba por la puerta de atrás y el tumulto del resto de compañeras que iban entrando, hicieron que Valeria reaccionara y, tras un momento en el que sintió que había perdido el norte, se recuperó. Tragando saliva, pidió ese café que unos segundos antes había rechazado. ¿O eran minutos? El tiempo se había detenido, pero su corazón latía y volvía a la realidad

  • ¿Qué poema leerás, Gina?
  • Uno que os dejará tan heladas como el día- y se reía.
  • La semana que viene, en la clase de pintura, voy a pintar el árbol de la esquina, tal como está ahora, con esos copos gigantes y pesados que han teñido sus hojas de canas.
  • ¡Y eso que ya no estamos en invierno!¡ y hace peor tiempo!
  • A mi nieta le ha nacido el primer diente y chichón, pobrecita, cómo ha salido de la guarde.
  • No, no, la fruta la tiene mejor de precio la Marieta y es todo de su huerta.

Las conversaciones se cruzaban hasta que Anita puso orden y las mandó callar, sin quitarle un ojo a Valeria, que parecía más tranquila pero ausente.

  • Gina, déjate de rollos, ya desliarás la madeja cuando nos toque tu clase de punto.

Como por arte de magia, de repente, todas estaban ensimismadas escuchando la primera poesía de la boca de Paquita. A pesar de los años mantenía la voz de locutora de radio con la que triunfó en la emisora local.

Valeria intentó disimular que las lágrimas rodaran por su rojiza cara, pero ya era tarde y, húmedo su rostro, recordó aquel verano en que el hombre al que siempre amó, la besó.

La tarde de picnic al borde del río estaba siendo divertida. Nadaban sin preocupaciones, se tiraban agua, observaban las mariposas amarillas y negras, blancas y de azulados reflejos pasear curiosas por sus hombros, rodear sus cabezas, rozar sus piernas mojadas y morenas. El primo de Miguel había venido al pueblo a pasar su último verano antes de marcharse a Francia, todos los primos y sus parejas se habían reunido para darle el adiós que se merecía. Valeria se fijó desde el primer momento en sus labios carnosos y en unos ojos negros a lo Alain Delon, pero estaba recién casada con Miguel, enamorada y atontada y no quiso darle importancia al pellizco suave que había sentido en el interior de su corazón. Cuando se cansaron de agua, algunos decidieron dar un paseo para buscar moras y entre las zarzas y algún que otro insecto cojonero se partían de la risa atrapados por el sol. A Valeria le llamó la atención una gran piedra en el camino y se quedó a observarla. Parecía una cueva en medio de la nada y su imaginación empezó a volar viéndose entrar en ella y cayendo al vacío como esa Alicia curiosa a la que tanto se parecía. El tacto de una mano caliente en su brazo la sacó de su ilusión y quedó sorprendida al ver que el primo de Miguel observaba a su lado la piedra, absorto, como si sus ojos brillantes vieran la misma imagen que ella imaginaba.

  • Ricardo, vamos a perder a los demás.
  • No te preocupes, han seguido adelante, solo deben llevarnos unos pasos de ventaja. Ahora los alcanzamos.

Se hizo un silencio entre los dos y acto seguido se pusieron a hablar al mismo tiempo, provocando risas nerviosas entre ellos.

  • Valeria, pero ¿qué te pasa mujer, por qué lloras?

Valeria se encontró rodeada de todas sus amigas de la asociación con caras de preocupación. Ya no sonaba ningún poema en la voz de Paquita. Se avergonzó.

  • Nada, nada, parece que no me encuentro bien hoy, no os preocupéis.
  • ¿Pero ha pasado algo? Estás extraña- Le dijo Anita.
  • No, no, estoy bien. No sé qué me ha pasado.
  • Estás llorando, algo te pasa- Le recriminó algo inquieta Gina.

Valeria, sentía una opresión enorme en su estómago y en su garganta. De repente empezó a ver borroso y en su cabeza, veía una película a cámara lenta. Estaba de nuevo en aquel verano de 1970. Las manos morenas de Ricardo acariciaban su espalda mojada de sudor. La tensión en su cuerpo le gustaba y a la vez sentía un dolor atroz en su pecho porque deseaba sin razón a ese hombre y amaba hasta las trancas a Miguel. Cuando Ricardo la penetró no sintió daño como le pasaba con su marido. Una sensación extraña se apoderó de su cuerpo y su mente quedó en blanco. Apretó las piernas y sintió que su cuerpo flotaba, temblaba, pero reía de placer y lloraba de pena a la vez por lo que acababa de pasar. No se atrevieron a mirarse a los ojos lo que quedaba de tarde.

Ese hecho inesperado condicionó toda su vida. Empezó a ver a su marido de forma diferente. Quería sentir con él lo mismo que esa tarde en que descubrió que ser mujer iba mucho más allá de lo que le habían inculcado desde pequeña. Buscaba una relación con su marido que este nunca supo darle, no era dulce, era bruto. No era amable, era impaciente. Pero Valeria comprendía que Miguel tuviera las mismas limitaciones que ella antes de conocer a Ricardo. Debe ser el hombre, el que no muestra sentimientos, el que trabaja todo el día y para el que el acto sexual significa poner su semilla y dormir a pierna suelta sin más.

Nueve meses después nació Alejandro. Valeria sabía quién era el padre, sin dudar, pero siempre calló.

Ricardo se fue a Francia y se casó con una francesa de padres españoles y ojos color melocotón que renegaba de sus orígenes. Nunca volvió al pueblo, pero mantuvieron el contacto mediante cartas que guardaban escondidas en lo más profundo de su corazón. Con los años, esas cartas se convirtieron en chats de WhatsApp y Messenger. Nunca hablaron de lo sucedido aquella tarde, pero ninguno estaba arrepentido. Mantuvieron más que una amistad y escondían los sentimientos que hubieran dolido de haber salido a la luz.

  • Valeria, Valeria, espabila. Anita le meneaba la cara mientras ella regresaba al mundo entre sudor frío y lágrimas amargas.

Le ofrecieron agua, que tomó ansiosa.

  • ¡Tenemos que llevarte a urgencias, has perdido el conocimiento varios segundos!

Contestó despacio, pero segura.

  • De verdad, no pasa nada habrá sido una bajada de tensión.

Pero no pudo aguantar mucho más y explotó. ¡Hoy ha muerto el hombre de mi vida!

Las amigas se miraron entre ellas, angustiadas, pensaban que había perdido la cabeza o empezaba a tener un problema de demencia.

  • Corazón, Miguel murió hace unos años ¿no lo recuerdas? ¿Alejandro está bien? Nos tienes muy preocupadas.
  • Mi hijo está bien, mi hijo está bien. Y sollozaba sin poder mirarlas a la cara.

Gina rodeó su espalda con su chaqueta de lana preferida, tejida en los talleres semanales que tanto le gustaban, y acarició su nuca, su frente. La besó en las mejillas, amorosa.

  • Cuéntanos qué te pasa Valeria, sabes que entre todas podemos ayudarte si tienes algún problema.

Y soltó lo que llevaba tantos años destrozando su vida, lo que nunca le había permitido ser feliz al lado de Miguel, lo que le hizo sentir en soledad que había creado una familia falsa. La culpa le arrancaba la garganta con los gemidos que se había negado a pronunciar para sacar su pena. Se odiaba por haberle sido infiel a un hombre que, a pesar de sus carencias, la quiso y la cuidó hasta su muerte. Se detestaba por tener un hijo al que había engañado en lo más primordial y sagrado. Se despreciaba por amar, por amar al hombre equivocado, ya que su misión en esta vida era darlo todo por aquel que dormía con ella en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza.

Sus amigas se solidarizaron con ella, empatizaron, sin juzgarla, jamás la culparon por nada. Amaron su herida. Sonaron sus mocos, peinaron su pelo enredado. Semana tras semana. Con sus cantos, con sus lanas, con los colores de sus cuadros, tras los cafés de tertulia. Recitando poemas de otras mujeres lastimadas, para hermanarse más. Todas tenían algo de Valeria. Todas eran ella.

©Noelia Terrón Torres.

Deja una respuesta