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Melodía de una supuesta seducción (Quiero volver a verlo)

No me gustan los rubios, Olga, a mi no me gustan los rubios…pero éste, Olga, éste sí me gusta. A este rubio quiero volver a verlo….





Entré en el metro y me crucé con tu mirada azul eléctrico y fue imposible disimular que me gustaste. Ibas sentado en una esquina, con tu saxo a los pies en una funda vieja y gastada del mismo color azul que tus ojos, más oscuro quizás. Volví a mirarte intentando no hacerlo y te vi tan rubio, de piel morena, con tu escasa barba de días sin afeitar vistiendo tus pronunciados pómulos pero con una cara tan triste que me llamaste mucho la atención. Yo llevaba tres cervezas encima convertidas ya en evaporada espuma aunque aplastando inerte mi vejiga. El calor que producía el alcohol ingerido provocaba en mi imaginación un delirante chorreo de imágenes que se movían al compás del traqueteo del vagón. Me vi sentada en tu regazo hablándote, tocándote, amándote, apartando tu saxo pero protegiéndolo a la vez que te besaba en los labios.

Vestías una camiseta blanca, más vieja que nueva, más arrugada que lisa, que se pegaba a tu piel dibujando tu cuerpo, tu pecho ancho y varonil. Las bermudas de pana, azul oscuro, gastadas, prácticamente raídas, tapaban tus rodillas que imaginaba yo huesudas y acordes con tus pómulos, marcadas, grandes, fuertes. Me preguntaba cómo podías vestir pantalones de pana en pleno mes de agosto, qué temperatura delataría tu cuerpo al acercarme a ti para conocerte.

La gente se aglutinaba en el vagón en cada estación haciendo de barrera involuntaria e infranqueable entre tus ojos y los míos. A veces, sólo podía ver una parte de tu pierna vestida con la bermuda mil veces usada y visualizaba cómo mis manos la recorrían por debajo de ésta. Otras, había el espacio suficiente y podíamos mirarnos furtivamente a la cara intentando disimular la curiosidad que sentíamos el uno por el otro.

¿A dónde irías, triste y solitario, con tu saxo sabiamente resguardado en contraposición con tu alma que vagaba libre y sin armaduras sobrevolando tus ojos y se mostraba errante ante los míos dispuesta a entregarse dócil y juguetona en cualquier momento, presionada por mi mirada profunda?

Los Rodríguez, tarareaban con tu voz imaginada en mi cabeza y haciéndote mover tus labios rojos y quietos para mí no existe un lugar mejor que aquí solamente los dos, engánchate conmigo, tal vez yo no sea tu hombre ideal ni tú mi mujer pero igual, engánchate conmigo mientras tu mirada inspiraba tanta ternura que no me quedó más remedio que enamorarme de ti.

¿De dónde vendrías?, ¿de algún ensayo con tu grupo o quizás tocabas en solitario? Quizás de la academia donde un viejo profesor proyectaba sus deseos no alcanzados en ti. ¿Tocarías en el metro dejándote escuchar por almas transitorias que te invadían sin escrúpulos? ¿La funda de tu saxo recogería la limosna escasa y ruidosa de los pasajeros? O, ¿puede ser que te esperasen en algún bar de la Plaza Real para por fin contratarte y provocar en tu cara guapa y expresiva el dibujo de una sonrisa en lugar de una mueca?

Yo quería seguirte, asustar con mi presencia el silencio oscuro que te acompañaba y recé para que bajases en la misma parada de metro que yo.

Dejé de mirarte y te di la espalda deseando que tú te levantaras de tu asiento y observases mi cuello que se mostraba desnudo para ti invadido sólo por algún ondulado mechón de mi cabello, que rozases mis piernas suaves con tu saxo y me pidieses disculpas para así poder oír la música en tu boca, anhelando que quisieras seguir observándome interesado en mi. No te veía pero te sentía e intuía tu silueta reflejada en el cristal de la puerta. Te distinguí, entre los dibujos borrosos del resto de viajeros, que también esperaban para bajar del tren, mucho más alto que yo y soñé cómo sería la sensación de verme levantada hasta el cielo por los musculosos brazos que cada día sostenían sensuales el saxo que tocaba las melodías más bellas y seductoras que formaban la esencia de tu vida.

El tren paró y se cumplió mi deseo al bajarte también. Te mantuviste detrás de mí y sé que me mirabas el trasero de la misma manera que te había descubierto admirando mis pechos minutos antes. Yo veía tu cara grabada ya en mi cabeza, creo que para siempre, y quería morderte los pómulos, las mejillas, los párpados que protegían tus ojos sabios y turbios. Mientras caminaba te gritaba mentalmente que me desnudases, sin sutilezas, inyectando sin piedad la tristeza de esos ojos fríos y metálicos en mis venas calientes para hacerme explotar y sentir la respiración entrecortada de tu alma al desearme. Cruzarnos como si de animales se tratase para dejar marcados nuestros sexos y ahuyentar a futuros amantes, intrusos ya desde ese momento.

Pero me adelantaste y pasaste por mi lado zarandeando mi ligero cuerpo con el simple roce de tu brazo izquierdo. Me desinflé. Perdí entonces la esperanza de sentir el calor de tu sexo entre mis caderas y del susurro de tu saxo acariciando mi piel, desapareciendo de golpe el globo que me acompañaba al estrellarse mi ego, ahora débil y confuso, con la frustrante realidad. Justo antes de desaparecer por el túnel que me servía de camino vi como aparcaste tus posesiones en un rincón, refugio de los desamparados. Mientras me acercaba a ti, dudando entre mirarte desafiante e intensamente o destruir sin remordimientos la película forjada en mi imaginación girando la cabeza hacia la sucia pared de enfrente, escuché como me dijiste al verme pasar vergonzosa y pequeña, con un tímido pero ronco castellano con acento alemán, pronunciando costoso cada sílaba, aquí estaré mañana, captando toda mi atención al bajar sigiloso, con tus bonitas manos la cremallera de la funda de tu saxo que conforme mostraba su preciado tesoro, reproducía de nuevo tus palabras para mí y me decía , aquí estará mañana.



©Noelia Terrón









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