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Relato: El juego de la botella

Le pegué la patada tan fuerte como pude y al levantar los brazos en señal de victoria sonó un oé, oé, oé, oé casi con tanta rabia como alegría. Mis compañeros salieron en manada y se acercaron para celebrar conmigo mientras berreaban alto y claro el tonillo triunfal. Tito se giró desde lejos, pateó las piedras del camino de tierra que nos servía de escenario sin tener que preocuparnos por el tráfico, y recogió la garrafa de plástico con toda la mala hostia que disponía. El juego era tonto y sencillo, pero nos entretenía. Poníamos una botella vacía en el centro de la calle, el guardián de esta cerraba los ojos y contaba hasta diez para que al resto de jugadores nos diera tiempo de escondernos y poder vigilar al que pringaba y la custodiaba. Se trataba de hacer que permaneciera intacta en el mismo lugar, mientras intentaba encontrar todos los escondites y denunciarlos. Si en su búsqueda se despistaba, existía la posibilidad de que algún espabilado saliera de su guarida y le diera una real patada al envase, con lo que lo condenaba a seguir siendo el protector hasta que fuese capaz de destapar y controlar a todos sin que ninguno se descarriara. Ganar, la verdad, era difícil, aunque no imposible. Tito era experto en pillarnos sin que fuéramos capaces de derribar esa sucia vasija vapuleada y cada vez menos transparente. Por eso era el líder del grupo sin discusión.

RELATO: EL JUEGO DE LA BOTELLA

Cuando alguien gritó que empezaba “V” todos corrimos a nuestras casas entre risas escandalosas y absurdas para un adulto. Tito y yo éramos vecinos de rellano. Vivía con su hermana mayor, el cuñado y la hija pequeña de la joven pareja. Había venido de un pueblo de Badajoz para pasar las vacaciones de verano y ya no volvió. Su hermana le contaba a mi madre que habían decidido hacerle un hombre de provecho y querían que estudiara, en el pueblo estaba destinado a ver el pasar de las nubes, eso con un poco de suerte. Siempre me preguntaba qué unía a esos dos hermanos de más de diez años de diferencia. Teresa era alta y con un tono de piel pálido, la distinguida Sissi del barrio, mientras que Tito, negro como el tizón y un palmo más bajito de lo que se esperaba para sus quince años. Sin embargo, se le veía fuerte y con una mirada de fuego que quemaba cualquier duda sobre él. Subimos en silencio en el ascensor, incapaces de mirarnos a la cara. Recuerdo un olor dulzón a sudor y a tierra que se escapaba de nuestros cuerpos. Mi pelo sin brillo por el polvo tapaba unos pezones frescos que pujaban por destacar. Llegamos al piso y el destartalado elevador se paró en seco. Por inercia nos miramos antes de abrir la puerta y Tito rozó uno de mis pechos con su mano aún tierna y me plantó un beso en los labios con más pánico que delicadeza. Se llevó un buen bofetón con empujón e insulto incluidos. Lo dejé solo en la vieja máquina mientras mi corazón latía a un ritmo desconocido. Me sentía furiosa y excitada a la vez.

Esa tarde, Diana, la malísima de la serie de invasores, se comió una rata tan grande como el botellón que yo acababa de derribar con tantas ganas. Siempre asociaré mi primer beso de amor con esa rata-botella que disfrutamos con tanto placer la lagarta y yo.

Mi madre me pegó la gran bronca por llevar todo el día sin duchar y no me dejó volver a salir hasta que me comí el bocadillo de tortilla que me había preparado. Cuando bajé de nuevo olía a Heno de Pravia y mi pelo brillaba como las estrellas. Ni rastro de Tito. Decidimos jugar a Lucecita. Nos agrupábamos en el centro de la calle. El primero que viera una luz moverse, el faro de un coche, por ejemplo, tenía que gritar lucecitaaa y todos debíamos correr y trepar hacia la vieja persiana de un local deshabitado. El que se quedara en tierra perdía. Cuando quise darme cuenta, tanto mi amiga Tatiana como yo estábamos empanadas soportando las risas de los demás que, como monos, colgaban del panel. Tito, duchado y con pinta de señorito, nos miró con tono despectivo y al pasar entre las dos tiró su chicle con desdén al suelo.

Ya nunca volvió a participar en nuestros estúpidos pasatiempos. Se limitaba a jugar a la pelota con colegas de otros barrios en un descampado cercano al nuestro. Ni siquiera cuando llovía y el agua convertía la arena de la carretera en barro, se tiraba por los terraplenes con endebles cartones haciendo de nuestras miserias una fiesta. Pasamos los cuatro ciclos estacionales sin mirarnos a la cara cuando coincidíamos en la escalera, aunque le gustaba pavonearse delante de mí cuando metía mano a nuevas y más receptivas conquistas. Le cogí tanto asco como deseo. Soñaba despierta y repetía hasta hacerme delirar nuestra escena en el ascensor. Con ese juego mental tuve mi primer orgasmo.

Hacía ya que él se había marchado a Barcelona con su otra hermana. Teresa nos relataba sus progresos en la universidad con tanto orgullo que irritaba. Desapareció de mi vida sin más, no coincidíamos ni en fin de semana, ni en navidades o festivos, solo me quedaba de él la sensación de su mano en mi pecho, su lengua en mis labios y la música de su nombre cuando su hermana me lo recordaba. Y así durante toda mi adolescencia.

EL JUEGO DE LA BOTELLA

Ayer me subí a un avión de vuelta a casa y reconocí a Tito en mi compañero de asiento. Volví a sentir el mismo calor de hace treinta años en aquel ascensor. Con disimulo desabroché el botón de mi camisa y él aflojó el nudo de su corbata con una sonrisa. Se llevó la botella de agua que compartimos durante el trayecto con mi teléfono dentro.

© Noelia Terrón Torres

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